Historia del poder imperial: el agujero negro de Calcuta

Entre los fundadores del grupo de los estudios subalternos o poscoloniales se cuenta a Partha Chatterjee.Y, aunque su formación sea la de politólogo, se ha ido decantando hacia la antropología y la historia, siendo uno de los mejores conocedores de la historia de la India. A lo que debe añadirse, de inmediato, la forma en la que la practica, algo que ya estaba presente en A Princely Impostor? The Strange and Universal History of the Kumar of Bhawal y que ahora se refuerza con The Black Hole of Empire: History of a Global Practice of Power, ambos libros publicados por Princeton. Entre las diversas reseñas, nos quedaremos con la amplia de Gyan Prakash para la revista The Caravan:

El 16 de junio de 1756, Nawab Siraj-ud-Daulah de Bengala llegó a Calcuta, con una fuerza de 30.000 soldados y artillería pesada, para dirigir un asalto a la Compañía de las Indias Orientales. Indignado por la noticia de que la empresa estaba abusando de sus privilegios comerciales y construyendo nuevas fortificaciones, estaba decidido a enseñar a aquellos comerciantes advenedizos una lección de poderío militar. Con sólo 5.000 soldados, solo la mitad de los cuales eran europeos, la posición de la Compañía era precaria. Por tanto, el Consejo de Guerra de la Compañía decidió concentrar sus esfuerzos defensivos en Fort William. A las mujeres y los niños europeos, y a las familias de los soldados indo-portugueses y armenios de la Compañía, se les dio refugio en el fuerte. Además, todas las casas europeas que había fuera de la fortaleza fueron destruidas y se prendió fuego a las casas y los bazares de los nativos con el fin de permitir que los defensores de la fortaleza dispararan sin obstáculos a las tropas del Nawab. Pero cundió el pánico en cuanto las fuerzas del Nawab estrecharon el cerco.  A medida que la moral de la fortaleza se hundía, las deserciones se hicieron endémicas. El 18 de junio, el propio gobernador Roger Drake desertó sin gloria alguna, huyendo en un barco. El consejo presente en el fuerte eligió a John Zephaniah Holwell como Gobernador interino de Fort William. Pero agotados por las deserciones y los motines, la Compañía se encontraba en una situación desesperada. El 20 de junio, Holwell pidió una tregua.

Las fuerzas del Nawab ocuparon la fortaleza. A indios, indo-portugueses, armenios y 15 europeos se les permitió salir, mientras que los restantes europeos, junto con Holwell, fueron encarcelados durante la noche en una celda de 14 por 18 pies. Según el relato de Holwell  escrito un año después, fue una noche de confusión y angustia insoportables. Apretados en un calabozo oscuro, los cautivos sufrieron mucho. Empapados en sudor, se despojaron de sus ropas, lucharon por el agua, se pisotearon unos a otros, peleando por respirar en la negra oscuridad de la mazmorra. Cuando se abrieronlas puertas de las celdas a la mañana siguiente, había sólo 23 supervivientes de los 146 europeos encarcelados. Más tarde, los historiadores han cuestionado el relato de Holwell, llamando la atención sobre sus adornos y exageraciones. Han determinado que la celda no era un calabozo, que solo 64 hombres fueron encarcelados y que no más de 43 murieron. Pero no importa lo que los hechos digan, había nacido la leyenda del «Agujero Negro de Calcuta» (Black Hole of Calcutta).

La caída de Fort William convenció a la compañía de que sus intereses comerciales exigían el control de Bengala, por las buenas o por las malas. Como sabemos, fue sobre todo por las malas. Después de haber encontrado un pretexto para romper la paz con Siraj-ud-Daulah, Robert Clive, el Gobernador de Bengala, empleó la intriga y la traición para derrotar al Nawab en la batalla de Palashi (Plassey) en 1757. Todo esto podría estar justificado, como después hicieron las historias escritas por los británicos, como justa retribución por la barbarie del Agujero Negro. Pero ¿qué justificó la posterior conquista de los territorios de Bengala y de la India? ¿Podría la sola defensa de los intereses comerciales legitimar las artimañas y la violencia desplegadas en la conquista imperial?

«La conquista de la tierra, que por lo general consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o narices ligeramente más chatas que las nuestras, no es nada agradable cuando se observa con atención», escribió Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas «Lo único que la redime es la idea. Una idea que la respalda: no un pretexto sentimental sino una idea; y una creencia generosa en esa idea, en algo que se puede enarbolar, ante lo que uno puede postrarse y ofrecerse en sacrificio…»

Con la ayuda de la idea, los hechos desagradables de la conquista puede esconderse a la vista. Nos encontramos recientemente con eso durante la guerra de Iraq. Mientras que la invasión y ocupación estadounidenses acabaron con más de 100.000 vidas iraquíes, los ideólogos nos suplicaron que pusiéramos nuestros ojos en el supuesto beneficio. Niall Ferguson, historiador de Harvard, alentó al establishment norteamericano a cumplir con su rol imperial, poniendo su atención en el historial del Imperio Británico y ensalzándolo por conferir el don del progreso a las colonias. Christopher Hitchens, un antiguo radical y narrador, también quedó seducido por la idea. Se unió a los ideólogos neoconservadores y a los responsables políticos, ofreciendo a pleno pulmón su apoyo a la invasión. No es que George Bush y Dick Cheney necesitaran estímulos para lanzarse sobre Bagdad. La «Guerra contra el Terror» ya había preparado el terreno para un caso inventado contra Saddam Hussein. Los críticos dijeron que no había ninguna «creencia desinteresada» tras de la guerra. Los EE.UU. vistieron la guerra con un lenguaje sublime para ocultar algo totalmente grosero -la reiteración de la hegemonía estadounidense, el control de los campos petrolíferos iraquíes y la eliminación de una fuerza contraria a Israel. Pero esa es precisamente la cuestión;  lo que redimió estos motivos vulgares y la carnicería de la invasión a ojos de los ideólogos neoconservadores era el objetivo de afirmar el poder y los valores de una coalición occidental liderada por Estados Unidos. Tanto es así que estaban dispuestos a -y lo hicieron- manipular los informes de inteligencia y mentir a la ONU. La «Guerra contra el Terror» fue una estratagema cínica porque los invasores sabían, gracias a la herencia anticolonial y la movilización contra la guerra, que la conquista franca sin justificación no era una opción. La idea fue crucial.

Por ahora estamos acostumbrados a -y somos capaces de ver a través de- las cortinas de humo imperiales y los autoengaños que sirven para ocultar los motivos que hay tras las invasiones y las conquistas. Aun cuando algunos traten de persuadirnos de que el colonialismo no siempre es opresivo, los hechos desagradables del dominio extranjero están bien establecidos por la investigación histórica. Tanto es así que algunos historiadores consideran que es necesario prestar más atención al registro real de las anexiones y sus justificaciones. Las discusiones sobre el tema producen una impaciencia agotadora. ¿No lo sabemos ya? El colonialismo es cosa del pasado, es historia, el mundo ha cambiado.

Pero ¿y si el mundo no se ha movido? Durante las últimas décadas, estudiosos e intelectuales como Edward Said y Ashis Nandy han argumentado que el colonialismo no terminó con su abolición formal. La era de la dominación europea ha dejado ideologías duraderas y sistemas de poder. Para entender nuestro presente, tenemos que volver al pasado colonial. No se trata de reiterar los hechos sobre de la opresión europea, sino de preguntar cómo la conquista y sus justificaciones dieron lugar a ideas y formas de gobierno que todavía están con nosotros.

En su nuevo libro, Partha Chatterjee vuelve al Agujero Negro, excavando en las capas de justificaciones que cubren el dominio británico para revelar cómo se sentaron las bases de nuevas normas y prácticas de gobierno. Chatterjee es un historiador muy conocido y leído, un  teórico político y profesor de la Universidad de Columbia. Uno de los fundadores del Grupo de Estudios Subalternos, es autor de varios libros y artículos influyentes, casi todos ellos basados ​​en su profundo conocimiento de la historia y la cultura de Bengala. The Black Hole of Empire es su libro más ambicioso. Desafiando las interpretaciones existentes, reinterpretando el significado de hechos bien conocidos y mostrando un conocimiento autorizado de una sorprendente variedad de literatura académica, nos encontramos con un historiador en la cima de su profesión.

Al igual que otras obras de Chatterjee, The Black Hole of Empire también se centra en la Bengala colonial. Abarca el período comprendido entre el principio de la dominación británica en el siglo XVIII hasta  las movilizaciones nacionalistas contra el Raj del siglo XX. Sitúa su relato, centrado sobre Bengala,  en un marco más grande, trazando el origen de las normas y prácticas globales del imperialismo europeo moderno -y los del Estado moderno en sí- en la historia local. Nos invita a ver los predicamentos actuales del estado indio y su legitimidad moral y legal a la luz del drama desplegado en la preciada posesión de Gran Bretaña en oriente.

En el centro del libro hay un intento de rastrear la aparición de teorías y normas en el actual negocio imperial. No se trata de un relato con debates abstractos sobre teoría política, derecho y economía, sino de una narración sobre los conquistadores reales, los gobernantes y sus opositores. La obra de un imperio sobre el terreno importaba: era allí donde se forjaron las teorías y prácticas permanentes del imperio moderno y el Estado.

Sobre el terreno, la conquista fue un asunto desagradable. En los asentamientos de colonos americanos, los europeos podrían pretender que la población indígena no tenía una sociedad y política reconocibles, que las tierras eran tabula rasa. Los colonos importaban instituciones europeas y aseguraban, con el tiempo, sus derechos como ciudadanos. Para las plantaciones de las colonias, los colonos trajeron esclavos africanos, que se consideraba que no tenían derechos. La teoría española del derecho reconocía a los nativos americanos como súbditos, pero los colonos encontraron diversos medios, desde la servidumbre al peonaje por deudas, para imponer la sumisión.

La situación era diferente en la India. En este caso, los europeos no podían pasar por alto la existencia de organizaciones políticas con  prácticas bien establecidas sobre el arte de gobernar. Someter a los gobernantes locales en el subcontinente implicaba utilizar los subterfugios y  la traición. En un determinado momento, Mir Jafar de Bengala, que ayudó a los británicos a derrotar a Siraj-ud-Daulah, se convirtió en un títere utilizado por los británicos para ocupar el trono de Siraj;  después, era un riesgo que convenía rechazar de plano. Su sustituto, Mir Qasim, resultó que tenía demasiados humos y mordió el polvo en la batalla de Buxar en 1764. La Compañía abusó caprichosamente de sus privilegios comerciales, pisoteando las costumbres locales y los tratados existentes, saqueando y anexioando territorios. Todo esto es bien sabido ahora. Incluso entonces era ampliamente conocido y documentado.

La conducta de la Compañía alarmó a sus críticos en Londres. Liderando la moción política contra Warren Hastings en el Parlamento británico entre 1788 y 1795, Edmund Burke estuvo contra el Gobernador General y sus funcionarios por generar un reinado de pillaje y destrucción sin sentido. Las anexiones, acusó, pisoteban las antiguas tradiciones sobre la tierra, y habían inaugurado un régimen caprichoso y rapaz de opresión y tiranía. «Hoy los Comunes de Gran Bretaña procesan a los delincuentes de la India. Mañana los delincuentes de la India puede ser los Comunes de Gran Bretaña». Burke no quería que la empresa renunciara a sus posesiones coloniales, sino slo que las administrara de acuerdo con los principios británicos de equidad y respeto a las leyes y tradiciones. De lo contrario, los nababs corruptos podían ir a tierra británica y pervertir a su cuerpo político. La solución estaba en hacer que el despotismo colonial de ultramar respondiera ante el parlamento. Esto permitió a los británicos denunciar a los imperios continentales como despotismos de base terrestre, mientras afirmaban que sus posesiones de ultramar eran instituciones comerciales, reguladas por el Demos y consistente con la libertad.

Con las ambigüedades y dudas sobre las conquistas establecidas, la Compañía libró confiada guerras de expansión imperialista durante el siglo XVIII. Sin embargo, se encontró con un enemigo formidable en el Sultán Tipu, gobernante de Mysore. Tipu había construido un Estado fuerte, un Estado absolutista que otorgaba un poder completo a la persona del monarca. La afirmación absolutista le permitió una movilización decidida de recursos económicos y militares, haciéndolo enormemente poderoso. Para la compañía, su absolutismo, que tenía varios ejemplos contemporáneos, apareció como un símbolo de la antigua tiranía oriental. El motivo del tigre, que adornaba sus chaquetas y turbantes y marcaba los uniformes de sus soldados, se convirtió a ojos británicos en un signo de los peligrosos poder y crueldad de Tipu. Tipu’s Tiger, una exposición en el Victoria and Albert Museum de Londres, captó esta representación. El motivo principal era un tigre mecánico, que aparece devorando a un soldado británico que gime mientras la bestia ruge. La Compañía luchó en las guerras de Mysore como si se tratara de una caza del Tigre de Mysore, tratando de liberar a las masas de su garra brutal, mientras la prensa y la opinión pública en Gran Bretaña las aireaba como guerras nacionales.  En cuanto Tipu fue derrotado y muerto en 1799, la imagen del cazador británico, de pie, victorioso, con sus botas sobre el cadáver del tigre se convirtió en una representación ubicua de hombría imperial. «El temible tigre se había convertido en algo servil e inocuo», escribe Chatterjee. «En su lugar, el poder que ahora impondría la ley en Oriente sería el de los británicos, el del león -rampante».

Para el imperialismo rampante, el Agujero Negro era un recordatorio incómodo de una historia sin pena ni gloria. Rememoraba a los cautivos británicos arañándose y pisoteándose unos a otros -una pobre expresión de virilidad y fortaleza imperial. Además, trajo a la memoria hechos desagradables y vergonzosos de la conquista de Bengala. El monumento al Agujero Negro de Calcuta, construido en 1760, fue demolido en 1821.

Pero ninguna reformulación del gobierno de la Compañía pudo alterar el hecho de que se basaba en la arrogancia racial. Esto era cierto no solo para el período posterior a la década de 1830, cuando aumentó la influencia de los evangelistas y los imperialistas liberales, sino también para la época anterior, cuando, según el escritor William Dalrymple en su libro The White Mughals, el imperió proporcionó oportunidades para el intercambio cultural. Dalrymple habla de europeos que se relacionaban con frecuencia con nativos, aprendían persa y mantenían relaciones conyugales con concubinas indias. Chatterjee no está de acuerdo con la lectura que hace Dalrymple sobre la supuesta apertura de los ‘mogoles blancos‘. Analizando las actitudes de «los más sensibles e intrépidos transculturales del siglo XVIII», nos remite a las memorias de William Hickey. Abogado de profesión, Hickey vivía en Calcuta entrefinales del siglo XVIII y principios del XIX. Su casa, que compartía con su amante india Jamdani, estuvo en el centro de la vida social europea de la ciudad. Después de la muerte de Jamdani, Hickey escribió:

Mi amigo, Bob Pott, ahora me consignaba desde Moorshidabad una muy linda muchacha nativa [pretty little native girl], a quien recomendaba para mi uso privado. Su nombre era Kiraun. Después de convivir con ella unos doce meses me proporcionó un joven caballero a quien sin duda imaginaba ser de mi propio engendramiento, aunque un poco sorprendido por la tez oscura de mi hijo y heredero; aún así, esa sorpresa no equivalía a sospecha alguna de infidelidad de mi compañera. El joven Mahogany [de color caoba]  era recibido y reconocido como mi vástago, hasta que un día tuve que regresar al país inesperadamente y, al entrar en los aposentos de la Señora Kiraun por una puerta privada cuya llave yo tenía, la encontré estrechada en los brazos de un apuesto joven, uno de mis kitmuddars, y con el niño a su lado, los tres en un profundo sueño, del que desperté a los dos adultos. Después de algunas preguntas pude constatar claramente que este joven había compartido conmigo los favores personales de Kiraun desde el primer mes de residencia en mi casa, y que mi amigo Mahogany tenía pleno derecho a la tonalidad intensa de la piel con la que vino al mundo, siendo producto de su continuado amor. En consecuencia, me libré de mi dama, así como de su favorito y del niño, a pesar de que poco después de caer en desgracia se convirtió mensualmente en pensionada mía, y así continuó durante los muchos años que permanecí en Bengala.

Tan palpable como la sensación de Hickey de traición es su sentido del derecho a la «linda muchacha nativa» para su «uso privado». No deberíamos estar sorprendidos. El imperio hundía sus raíces en el género y en la jerarquía racial. Por supuesto, era posible que los individuos alteraran esa jerarquía. Pero cuando los privilegiados hombres blancos disfrutaban de relaciones conyugales con mujeres indígenas, no estaban transgrediendo las nociones de dominación racial; su conducta estaba totalmente de acuerdo con las reglas del poder colonial. El secreto de la apertura intercultural, que supuestamente era la sangre vital de los mogoles Blancos, fue el privilegio de blancos sobre oscuros, del hombre sobre la mujer. «La conquista de la tierra, … no es nada agradable cuando se observa con atención».

Los que tenían otra opinión pronto descubrieron que el gobierno de la Compañía era un despotismo de un nuevo tipo. En la naciente esfera pública que surgió en próspera ciudad de Calcuta en el siglo XIX, los que dirigían la prensa en inglés descubrieron que, incluso para los ingleses nacidos libres, los derechos a expresar sus puntos de vista tenían sus límites en la colonia. Las críticas a la Compañía hallaron restricciones que afectaban a la circulación de los periódicos, suponían cargos por difamación e incluso acababan en prisión. Hombres como David Hare y Henry Derozio educaron a los bhadralok bengalís en las ideas europeas de la razón y la libertad. Rammohan Roy creía que el gobierno británico era beneficioso y un faro para la libertad. Pero se encontró con que las autoridades coloniales hacían oídos sordos a su llamamiento en favor de la libertad de prensa y la igualdad de los jueces indios y los ingleses en el sistema judicial. Su discípulo, Dwarkanath Tagore, no consiguió hacerse oir mejor. Europa puede haber defendido la razón y la libertad, pero, a diferencia de las repúblicas criollas del Nuevo Mundo, no había lugar en la Bengala colonial para un régimen antiabsolutista, donde los europeos y la élite india educada pudieran disfrutar de los derechos de la ciudadanía.

¿Cómo pudieron proclamar los británicos la universalidad de la libertad mientras practicaban el despotismo en la India? En 1859, John Stuart Mill publicó su famoso ensayo «A Few Words on Non-Intervention«. Gran parte está dedicada a afirmar que, entre las potencias europeas, solo Gran Bretaña seguía escrupulosamente el principio de no intervención en su política exterior. Una clara excepción a su afirmación era la anexión británica de «Oude» (Awadh), violando el tratado existente entre la Compañía y el Nawab.

En su haber queda que Mill reconoció el problema. Justificó la anexión debido a que Gran Bretaña era moralmente responsable de la tiranía y la anarquía que el gobierno del Nawab había desatado en Awadh. La conquista de Awadh fue una demostración del compromiso de Gran Bretaña con la libertad y el buen gobierno por doquier. Pero ¿qué ocurre entonces con el hecho de que eso violaba la supuesta adhesión de Gran Bretaña al principio de no intervención? La respuesta de Mill es que este principio no se aplicaba a los británicos en la India o a Francia en Argelia. Sería un grave error suponer que, según él, «las mismas reglas de la moral internacional», conseguidas entre naciones civilizadas, pudieran aplicarse a las relaciones entre la «nación civilizada y los bárbaros».

Mill evitó el problema de los medios y los fines. No afirmó que el alto ideal del buen gobierno se impusiera sobre los desagradables métodos de su realización. En su lugar, nos dice Chatterjee, avanzó la idea de la excepción colonial. Las normas de la no injerencia eran universales. Pero estas solo se aplicaba a las naciones europeas. Las colonias constituían una excepción a estas normas. Allí, la aplicación del despotismo era legítima, e incluso necesaria, para establecer los principios universales del buen gobierno. Con esta afirmación, la idea ya no solo velaba lo desagradable de la anexión, sino que también permitía atraer cada vez más territorios bajo control colonial y bajo un nuevo sistema de gobierno.

La «lucha por África» de finales del siglo XIX ​​obtuvo su legitimidad de la teoría política, de las normas y excepciones desarrolladas en el transcurso de la conquista británica de la India. Los países europeos que se reunieron en Berlín en 1884-85 para repartirse África creían que, como el subcontinente indio, podía ser objeto de una desviación de la norma, ya que no cumplía con las reglas establecidas de desarrollo y buen gobierno. Por tanto, las naciones soberanas europeas tenían derecho a negarle la autonomía a África. Uno no tenía que ser seguidor de la ideología imperial para apoyar el régimen colonial, siempre y cuando suscribiera la teoría de un gobierno mundial comparativo. El gobierno de las naciones avanzadas sobre las atrasadas no era en realidad imperialismo, sino una especie de tutela para que el desviado estuviera a la altura: «una creencia generosa en esa idea, en algo que se puede enarbolar, ante lo que uno puede postrarse y ofrecerse en sacrificio…»

Lord Curzon, el arhiimperialista, se mostró imperturbable en su fe en la benevolencia del gobierno británico. No sintió que hubiera necesidad de pedir disculpas por la conquista, y tuvo un nuevo monumento al Agujero Negro, construido en 1902. En ese momento, la supremacía británica en el subcontinente era un hecho establecido. Los territorios habían sido completamente anexionados. Las provincias, gobernadas directamente, y los estados principescos reunidos en un espacio unificado. Integrado por los ferrocarriles, los servicios postales, las leyes y la administración, este espacio podía ser imaginado como una nación. Sin embargo, la tutela del gobierno imperial demostró ser un arma de doble filo.

Así sucedió con la pedagogía de la cultura. La educación moderna occidental, con la que los británicos tenía la esperanza de crear una nueva clase de leales súbditos, «indios en color, británicos de gusto», en las famosas palabras de Macaulay -resultó un poco diferente. Siraj-ud-Daulah hizo otra aparición en la historia, esta vez como figura trágica en el teatro nacionalista bengalí. Para explicar su derrota, los dramaturgos señalaron con el dedo a los extranjeros codiciosos y los nobles traidores. Chatterjee ofrece una fascinante discusión de este drama y de su alcance popular. Igualmente interesante es el relato del enredo entre fútbol y nacionalismo. Su apasionante relato de los descalzos jugadores del Mohun Bagan llevándose una sorprendente victoria en la final de 1911 de la IFA Shield sobre los bien calzados atletas del East Yorkshire Regiment deja claro que se trataba de algo más que un partido de fútbol. Cuando, con apenas un minuto por jugar, el capitán del Mohun Bagan regateó a la defensa y le pasó el balón a un compañero desmarcado que chutó para conseguir el gol ganador, Calcuta estalló en júbilo. Viniendo como venía tras el movimiento Swadeshi y la anulación de la partición de Bengala en 1911, el certamen deportivo dramatizó la brecha entre gobernante y gobernados.

Lo que creó un espacio para la nacionalización del teatro y del deporte fue la emergente creencia en todo el mundo de que la nación era la forma normal de vida colectiva. Hombres como Khudiram Bose participaron en actos de terrorismo armado invocando esta creencia en la nación como comunidad natural. El Raj iba a oponerse no a causa de su mal gobierno, sino porque era una regla para extranjeros. Esto legitimaba el uso de la violencia, argumentaban los grupos armados. La opinión popular pudo no haber aprobado sus métodos, pero admiraban a Bose y otros como él por su sacrificio y patriotismo.

Subyacente a la actividad nacionalista estuvo el surgimiento de la nación-Estado como forma universal de organización de una comunidad política. Al final de la Primera Guerra Mundial, la adopción por parte del presidente estadounidense Woodrow Wilson del principio de autodeterminación  y la fundación de la Liga de las Naciones, expresó este desarrollo. Aunque los principios de Wilson no estuvieran destinados a extenderse a los pueblos sometidos de las colonias, quedaó establecida la norma de la nación-Estado. Avanzando y basándose en esta normatividad, los nacionalistas se movilizaron en favor de la demolición del monumento a Holwell. Un grupo de intelectuales musulmanes instó al gobierno a acabar con la mancha sobre la figura de Siraj-ud-Daulah quitando el monumento. Subhas Chandra Bose, recientemente expulsado del Congreso y en busca de un renovado inicio político, removió aún más las aguas pidiendo su demolición. Bajo presión, el monumento fue retirado a finales de 1940.

Los británicos no aceptaron pasivamente el aumento de la agitación nacionalista. El auge de los grupos armados y de las sociedades secretas les alarmó. Respondieron a la creciente «sedición» mediante la introducción de leyes represivas, incluyendo la infame Ley Rowlatt, contra la que Mahatma Gandhi lanzó su satyagraha en 1918. Si la promesa de un buen gobierno justificaba el despotismo en las colonias, tenía que ser un despotismo bajo la ley. La idea exigía que el gobierno imperial organizara las campañas contra sus oponentes no como una guerra, sino como acciones policiales según las leyes. Este fue el resultado de la compulsión a proyectar el imperio como una fuerza de gobierno legítimo.

El despotismo de la ley no terminó con el gogierno británico. De hecho, el Estado-nación poscolonial adoptó, casi en su totalidad, el sistema judicial y penal diseñado por el Estado colonial. Esto no es sorprendente, porque los nacionalistas no había puesto en duda las leyes mismas, sino solo el derecho de los gobernantes británicos a hacerlas y aplicarlas. Una vez que el Estado que aplicaba estas leyes fuera legítimo, también lo eran las leyes que heredaba.

El de Partha Chatterjee no es un relato resplandeciente sobre el surgimiento de la India como Estado-nación moderno. Ni lo es a su entender la celebración de Ramachandra Guha de la India como «nación natural» y «democracia improbable». Para Chatterjee, el panorama es brumoso y gris. A su juicio, la formación del Estado-nación quedó ensombrecida por el colonialismo y sus prácticas de gobierno. Esto no quiere decir que esté de acuerdo con los apologistas del imperio, que ven las leyes modernas y las instituciones de la India, y de hecho la propia nación, como regalos coloniales. Chatterjee está atento al trabajo de imaginar y luchar por una nación, pero argumenta que esto ocurrió en el contexto del Imperio y de sus métodos de conquista y dominio. Si el Estado-nación moderno es un regalo de los británicos, es un regalo envenenado.

Al ofrecer esta imagen, Chatterjee se basa en una amplia variedad de estudios, tanto antiguos como nuevos. Nos lleva a revisitar momentos y personajes históricos ampliamente conocidos, proporcionando nuevos conocimientos. Todo esto es muy impresionante, pero hay un precio a pagar. A pesar de que se compromete a mantener su mirada en el funcionamiento del Imperio a ras de suelo, gran parte del libro se elevan muy alto, hacia el mundo estratosférico del gobernador-generales y filósofos británicos, nawabs y la bhadralok bengalís. Aún nos queda mucho por recorrer en la batalla historiográfica contra las narrativas convencionales que Ranajit Guha lanzó en 1982, cuando introdujo el Grupo de Estudios Subalternos y pidió historias escritas desde los márgenes. El grupo ahora está disuelto, pero en las más de dos décadas de existencia, se centró en la demolición de los ídolos coloniales y nacionalistas y de ideologías en la investigación histórica. Las huellas de aquel asalto iconoclasta están claramente presentes en el libro de Chatterjee. Analiza de manera crítica los roles históricos de los actores de la elite, destacando las exclusiones que practicaron y los límites de sus visiones. Pero al centrar su preocupación en el Estado deja intacta la imagen tradicional de la historia de la India como una historia de grandes hombres: los Clives  y Dalhousies, Roys y Tagores merodean por el libro como los dramatis personae principales de la India colonial. En este sentido, Chatterjee no cumple totalmente con su promesa de analizar el Imperio en su vida cotidiana. Pero eso habría implicado tratar no solo con los problemas de la conquista, lo que hace, sino también con la experiencia del Imperio en la vida cotidiana de la gente común, que no hace.

Lo que consigue The Black Hole of Empire es ofrecer una interpretación audaz de la historia del colonialismo. El libro está dirigido principalmente a los estudiosos de los imperios y los Estados modernos. Pero eso no es razón para que no forme parte de un diálogo más amplio. Tampoco debería descalificarlo el hecho de que es poco probable que el cómodo club intelectual de Occidente asuma argumentos como los de Chatterjee en sus discusiones sobre el imperio y su presente legado. El precio de admisión supone revisar de entrada esas lecturas radicalmente críticas del imperio. Esto es lamentable, porque el libro muestra que el colonialismo no solo se puede ver como un pasado deplorable, sino que su ideología y sus prácticas perduran y siguen dando forma a nuestro presente. Con una síntesis magistral, muestra que el proceso de justificación de los actos de conquista produjo perdurables teorías políticas del imperio y del Estado modernos. Tanto es así que, en un mundo sin colonias, el derecho a declarar una excepción sigue siendo un derecho imperial. Las grandes potencias aún puede avanzar en territorios soberanos, alegando un derecho excepcional a intervenir. Todavía vivimos en un mundo donde el ejercicio del poder sobre los otros queda redimido por la Idea.

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