Como algunos conocerán, el Consejo de la Unión Europea rota su presidencia cada semestre y hasta finales de 2008 ésta le corrresponde a Francia, relevando a los amigos eslovenos. Si no hubiera ocurrido el maremoto financiero que nos inunda, sus grandes objetivos eran, según Sarkozy, los de la energía y el cambio climático, el pacto sobre inmigración, la seguridad y la lucha contra el terrorismo y, por último, la agricultura. Pero eso son grandes intenciones, que las autoridades galas siempre complementan con otras actividades menores, pero igualmente significativas. Así que para envidia del resto de socios europeos, el Senado se ha unido a esa peculiar agrupación llamada Rendez-vous de l’histoire para organizar una serie de actos que contribuyan a mostrar el sentido y el significado históricos de Europa y de la Unión Europea. Para ello, han decidido organizar un ciclo de conferencias, que serán impartida por destacados historiadores de cada uno de los veintisiete países que integran la Unión. Todo ello sin olvidar que los promotores del Rendez-vous de l’histoire, cuyo objetivo es, entre otras cosas, organizar unas sesiones anuales dedicadas a la disciplina, han programado su Festival de este año (9-12 de octubre) con el título de «Les Européens«.
Pero volvamos a «Les 27 leçons d’Histoire européenne par 27 grands historiens européens», que se desarrollarán hasta el próximo nueve de diciembre. Podría decirse que quizá no estén todos los que son, pero que son todos los que están. En nuestra representación, por ejemplo, José Enrique Ruiz-Domènec hablará de «L’héritage méditerranéen de la culture européenne» (29 de octubre, 18,30 horas) y antes lo harán, entre otros, Jacques Le Goff («Les strates historiques de la construction européenne», 10 de octubre, 14 horas) y Carlo Ginzburg («David, Marat. Art, politique, religion», 8 de octubre, 18 horas).
La conferencia inaugural, en representación del Reino Unido, le correspondió a Eric Hobsbawm, que la impartió el pasado lunes 22 de septiembre, a las 19 horas, en los atestados salones Boffrand de la Presidencia del Senado. Un lugar excepcional que ya no se repetirá con los sucesivos ponentes, algunos de los cuales hablarán en el citado Festival. La presentación corrió a cargo del historiador Jean-Noël Jeanneney, presidente del consejo científico de Rendez-vous de l’histoire y antiguo director de la Bibliothèque Nationale de France.
El título escogido por el historiador británico fue: «Europe : histoire, mythe, réalité». La conferencia apareció publicada poco después en Le Monde y en el argentino Clarín se editó un breve extracto. Así que les ofrezco en exclusiva la versión castellana.
«Europa : historia, mito, realidad» (Eric Hobsbawm)
Como el Dios bíblico en el momento de la creación, el cartógrafo está obligado a poner nombres a lo que describe: por tanto, como creación del hombre, la toponimia está cargada de motivaciones humanas. ¿Por qué clasificar como «continente» ese conjunto de penínsulas, montañas y llanuras situadas en el extremo occidental del gran continente euroasiático? Como todos sabemos, fue en el siglo XVIII cuando un historiador y geógrafo ruso, V. N. Tatichtchev, trazó la línea divisoria entre Europa y Asia: desde los Urales hasta el mar Caspio y el Cáucaso. Para desterrar el estereotipo de una Rusia «asiática», y por tanto atrasada, era necesario subrayar la pertenencia europea de Rusia. Los continentes son tanto -¿o más?- construcciones históricas como entidades geográficas.
La Europa cartográfica es una construcción moderna. No sale del limbo hasta el siglo XVII. La idea actual de una Unión Europea (UE) es aún más joven y los proyectos prácticos para su unificación no nacieron hasta el siglo XX, hijos de las guerras mundiales. Países anteriormente hostiles se unieron para formar una zona de paz, garante del interés común. El éxito de nuestra Unión europea es indiscutible, aunque por debajo de las expectativas de ciertos pioneros y pese a que la evolución hacia la unidad del Continente fue complicada, desviada incluso, sobre todo por las exigencias de la política estadounidense.
Se trata, por ende, de una Europa históricamente joven. La Europa ideológica es, sin embargo, mucho más vieja. Es la Europa como tierra de civilización frente a la no-Europa de los Bárbaros. Europa como metáfora de la exclusión ha existido desde Herodoto y todavía existe. Es una región de dimensiones variables, definida por la frontera (étnica, social, cultural tanto como geográfica) con las regiones del «Otro», situadas a menudo en «Asia», a veces en «África». La etiqueta «Asia» como sinónimo de «Otro», que combina la amenaza y la inferioridad, siempre se ha pegado a la espalda de Rusia. Recordemos las palabras de Metternich: –Asie beginnt an der Landstrasse– «Asia comienza al este de Viena».
De la política a los mitos no hay más que un paso. El mito europeo por excelencia es el de la identidad primordial. Lo que tenemos en común es esencial, lo que nos diferencia es insignificante o secundario. Ahora bien, para Europa la presunción de unidad es tanto más absurda cuanto que lo que ha caracterizado su historia ha sido precisamente la división.
Una historia de Europa es impensable antes de la caída del Imperio Romano occidental y ni siquiera antes de la ruptura permanente entre las dos orillas del Mediterráneo, tras la conquista musulmana del norte de África. Los antiguos griegos se sitúan en una civilización Tricontinental, que incluye el Oriente Medio, Egipto y un pequeño sector de la Europa del Mediterráneo oriental. Durante los siglos tercero y cuarto a.C. la iniciativa militar y política estaba en los márgenes del espacio europeo. Alejandro Magno creó un imperio efímero que iba desde Egipto hasta Afganistán. La República Romana construyó uno más durable entre Siria y el Estrecho de Gibraltar. Por otra parte, el Imperio Romano jamás pudo establecerse sólidamente más allá del Rin y del Danubio; Roma fue un imperio panmediterráneo más que europeo y lo que importa para el destino de Europa no es el imperio triunfante, sino el Imperio que desaparece. La historia de la Europa postromana es la historia de un continente fragmentado.
Aquí está la raíz de las diferencias entre Europa y otras civilizaciones del Viejo Mundo. Entre el Mar de la China y el Magreb, y hasta el siglo XIX, el imperio terrestre multiétnico sigue siendo la norma para los grandes espacios geográficos. Aunque continuamente amenazados, de vez en cuando derrotados, desmembrados o conquistados por guerreros procedentes de los desiertos del Sur, de las montañas o las grandes llanuras del Norte, siempre se levantan de nuevo. Absorben y asimilan a los conquistadores, como la India y la China hacen con los mogoles. No hay nada semejante en Occidente tras la caída de Roma, nada sustituye al Imperio Romano, si bien la iglesia conserva la lengua y la estructura administrativa.
Fragmentada al menos durante diez siglos, Europa fue presa constante de invasores. Los Hunos, los Ávaros, los Magiares, los Tártaros, los Mogoles y los turcomanos llegan del este, los Vikingos del norte, los conquistadores musulmanes del sur. Esta época no concluye plenamente hasta 1683, cuando los turcos son derrotados a las puertas de Viena.
Se ha afirmado que durante esa lucha milenaria Europa descubrió su identidad. Es un anacronismo. Ninguna resistencia colectiva o coordinada, ni siquiera en nombre de la cristiandad, suelda al Continente, y la unidad cristiana desaparece en la época de las invasiones. Actualmente hay una Europa católica y otra ortodoxa. Las Cruzadas, que el Papado lanzó unas décadas después de esta fractura, no fueron iniciativas de defensa, sino operaciones ofensivas para establecer la supremacía del Papa en el mundo cristiano.
Entre la caída de Bizancio en 1453 y el asedio de Viena de 1683, los últimos conquistadores venidos de Oriente, los Turcos otomanos, ocupan todo el sudeste de Europa. Pero otra parte de Europa ya ha comenzado una carrera de conquista. Los últimos años de la Reconquista coinciden con el comienzo de la edad de los conquistadores. No sólo descubren las Américas, sino Europa, pues es frente a los pueblos indígenas del Nuevo Mundo que los españoles, portugueses, ingleses, holandeses, franceses e italianos, que se precipitan sobre las Américas, que reconocen su europeidad. Tienen la piel clara y es imposible confundirse con los «Indios». Surge la diferenciación racial que, en los siglos XIX y XX, se convertirá en la certeza de que los Blancos detentan el monopolio de la civilización.
Sin embargo, el término «Europa» aún no forma parte del discurso político. Para eso habrá que esperar al siglo XVII, con el avance de Austria en los Balcanes después de 1683 y la llegada al escenario internacional de Rusia, sedienta de modernidad occidental. Entonces empieza a coincidir la geografía y la historia. Europa es ahora parte del discurso público, que surge paradójicamente de las rivalidades continentales.
El nombre remite al juego militar y político, un juego dominado por Francia, Gran Bretaña, el Imperio de los Habsburgo y Rusia, a los cuales se agrega más tarde una quinta «gran potencia», Prusia transformada en Alemania unida. Pero fueron también las transformaciones del paisaje político las que hicieron posible el nacimiento en el siglo XVII de esta Europa consciente de sí misma. La Paz de Westfalia, que puso fin a la guerra de los Treinta Años, trajo dos novedades políticas.
A partir de entonces, hubo tantos Estados territoriales como soberanos y esos Estados no reconocieron ninguna obligación por encima de sus intereses, definidos según los criterios de la «razón de Estado» -una racionalidad puramente política y laica. Es el universo político en el que aún vivimos.
Así pues, la Europa colectiva que aparece entre los siglos XVII y XIX toma dos formas iniciales: la Europa que surge del encuentro de un amasijo multinacional, pero exclusivamente europeo, con un «Otro» insólito, los indígenas del Nuevo Mundo; y esa Europa que es producto del entramado de relaciones de los Estados «westfalianos» situados entre los Urales y Gibraltar.
Otras dos Europas emergen. Principalmente la de la República de las letras, que toma cuerpo a partir del siglo XVII. Para quienes componen dicha República, es decir, unos pocos centenares o, en el siglo XVIII, esos miles de personas que se comunican en latín y después en francés, Europa existe. La última Europa es la comunidad cosmopolita basada en los valores universales de la cultura del siglo XVIII, que se expande tras la Revolución Francesa.
Durante el siglo XIX, Europa se convirtió en el vivero de un conjunto de instituciones educativas y culturales, así como de todas las ideologías del mundo contemporáneo. Antes de 1914, el mapa de distribución mundial de óperas, salas de concierto, museos y bibliotecas abiertas al público habla por sí mismo.
Este panorama de la historia de la identidad europea nos permite señalar el anacronismo en el que se cae cuando se busca un conjunto coherente de los supuestos «valores europeos». Es ilegítimo suponer que los «valores» en los que se inspiran actualmente la democracia liberal y la Unión Europea han sido un trasfondo subyacente en la historia de nuestro Continente. Los valores que fundaron los Estados modernos antes de la era de las revoluciones fueron los de monarquías absolutas, monoideológicos.
Los valores que dominaron la historia de Europa en el siglo XX -nacionalismos, fascismos, marxismo-leninismos- son tan característicamente europeos como el liberalismo y el laissez-faire. A su vez, otras civilizaciones han practicado algunos esos valores que llamamos «europeos» antes que la propia Europa: el Imperio Chino y el Imperio Otomano practicaban la tolerancia religiosa – para fortuna de los judíos expulsados por España. Sólo a finales del siglo XX las instituciones y los valores en cuestión se generalizaron, al menos teóricamente, en toda Europa. El término «valores europeos» es una consigna de la segunda mitad del siglo XX.
Europa se situó en el corazón de la historia del mundo entre 1492 y 1914. En primer lugar por su conquista del Hemisferio Occidental y, más ampliamente a partir de 1750, por su superioridad militar, marítima, económica y tecnológica. Es una verdadera supremacía mundial que va desde las conquistas del siglo XVIII hasta el apogeo del colonialismo europeo, entre 1918 y 1945. El «momento» europeo de la historia mundial termina con la Segunda Guerra Mundial, a pesar de que sigue gozando de la rica herencia económica y, en menor medida, intelectual y cultural que produce esa supremacía perdida.
La hegemonía de esta región incorpora distintos problemas que continúan dividiendo a los historiadores. Por ejemplo, se puede señalar que, desde la caída de Roma, Europa no ha conocido ningún marco común de autoridad ni ningún centro de gravedad permanente. La transformación de Europa y su dominio nacen de la fragmentación y la heterogeneidad de un continente desgarrado durante quince siglos por las guerras – exteriores e interiores.
Se trata de una pluralidad contradictoria. Por un lado, las fronteras de los Estados tienen poca relevancia para las actividades económicas, que forman un sistema transnacional compuesto por una red de unidades locales dispersas. Por otro, la base de la revolución económica fue la consolidación de un puñado de poderosos Estados militares y administrativos, con eficaces políticas de expansión imperial y económica. Una Europa que hubiera sido un mosaico de pequeños principados no hubiera posido emerger como una fuerza transformadora del mundo. La unidad de Europa es hija de un acuerdo entre estos Estados; en el fondo, es la Europa de las patrias tan cara al general de Gaulle.
Sin embargo, esta diversidad del continente esconde una división de funciones entre dos centros dinámicos sucesivos y sus periferias. El primer centro fue el del Mediterráneo occidental, lugar de contacto con las civilizaciones del Oriente próximo y lejano, de la civilización de las urbes y de la supervivencia de la herencia romana. Entre los años 1000 y 1300, un área cada vez más orientada hacia el Atlántico toma el relevo como eje central del cambio urbano, comercial y cultural del Continente.
Se trata de una franja de territorios que se extienden hasta en origen desde el norte de Italia a los Países Bajos, a través de los Alpes occidentales, la Francia oriental y la cuenca del Rin. Un eje que se prolongó después, a través del Canal de la Mancha, el Mar del Norte y el Báltico, al territorio de las ciudades hanseáticas y entonces, a principios del siglo XVI, a la Alemania central. Este eje no ha desaparecido: en 2005, son nueve de las diez regiones con mayor renta per capita. La comunidad original del Tratado de Roma coincide con este espacio.
En torno a este eje se articulan cuatro regiones periféricas: el Norte (Escandinavia y las partes septentrional y occidental de las Islas Británicas), el Sudeste – entre el Adriático, el Egeo y el Mar Negro – y el Oriente eslavo de las grandes llanuras. Periféricas son también las partes del mundo mediterráneo e ibérico, marginadas por el crecimiento del nuevo centro, aunque su papel en el redescubrimiento de la Antigüedad clásica les permitan ofrecer una contribución esencial a la cultura europea.
Aunque de forma esquemática, se puede decir que la aproximación del Norte (exceptuada Irlanda) con el centro se produjo a través de la penetración de los vikingos, gracias a los lazos comerciales con los comerciantes de la Liga Hanseática y, desde el siglo XVI, gracias a la conversión de sus pueblos al protestantismo – que acelera la alfabetización. El Norte es la única periferia que ha conseguido integrarse a la Europa económicamente avanzada.
A pesar de que las conquistas de los cruzados en el Báltico, los intercambios y la colonización del campesino alemán movieran el área de influencia desde el centro hacia el este, esta inmensa comarca agraria quedó en gran medida fuera del desarrollo occidental. Antes del siglo XX, con excepción de Rusia, donde Pedro el Grande inició la modernización, sólo hubo débiles muestras de dinamismo económico indígena. En fin, hasta el siglo XIX sólo hubo evidentemente una débil penetración económica y cultural del centro en las zonas sometidas al Imperio Otomano.
El progreso de Europa habría sido difícil sin la ayuda de las «periferias» exportadoras de materias primas. La diferencia entre estas zonas, cuyas estructuras sociales difieren en función de esta división del trabajo y de sus experiencias históricas, fue profunda. Aún somos conscientes de las fracturas que existen, aunque aminoradas, entre las dos Europas: el norte de Italia y el sur de Italia, Cataluña y Castilla. Ha sido durante mucho tiempo indispensable para el este y el sudeste. La línea Hamburgo-Trieste separa la Europa de la libertad legal de los campesinos de la Europa de la servidumbre. Antes de 1914, esta línea carecía de significado político, gracias a la presencia en el este de los Habsburgo y los Hohenzollern; esta línea se convirtió en «telón de acero».
En el siglo XIX una pequeña elite consigue superar estas divisiones mientras el conjunto de los europeos siguen inmersos en el universo oral de los dialectos. El progreso de las lenguas de Estado perpetúa esta pluralidad de terruños que obviamente perdura con el advenimiento de los Estados-nación: el ciudadano se identifica entonces con una «patria» en contra de las demás y, en 1914, ni los campesinos, ni los obreros ni la mayor parte de las elites cultivadas se resisten a la llamada de la bandera. La Europa de las naciones se convierte en un continente de guerras. Aunque Europa no ha salido totalmente de este escenario, los cincuenta años transcurridos han sido una era de convergencias impresionantes: se afirma la armonización institucional y jurídica o la disminución de las desigualdades internacionales -económicas y sociales- gracias a los notables «saltos adelante» de países como España, Irlanda o Finlandia.
Las revoluciones del transporte y de las comunicaciones han facilitado la homogeneización cultural, que avanza con la generalización de la educación secundaria y universitaria y la difusión, especialmente entre los jóvenes, de un estilo de vida y de consumo de origen trasatlántico. En el mundo de la cultura, el de las clases instruidas y acomodadas, es el patrimonio europeo el que se ha globalizado.
Desde la desaparición de los regímenes autoritarios y el fin de los regímenes comunistas, las divisiones político-ideológicas de Europa han desaparecido, pese a que los restos de la guerra fría siguen abriendo fosos entre Rusia y sus vecinos. No se trata de negar que entre los distintos países subsisten diferencias profundas -las cuales han hecho que la evolución de la UE haya sido mucho más desequilibrada de lo previsto- pero, en un marco globalizado, la Unión ha desempeñado un papel importante en el proceso de convergencia global en curso desde hace décadas.
Surge aquí una paradoja: a pesar de ese proceso de homogeneización, los europeos no se identifican con su Continente. Incluso entre aquellos que llevan una vida realmente transnacional, la identificación primaria sigue siendo nacional. Europa está más presente en la vida práctica de los europeos que en su vida afectiva. Ha logrado, pese a todo, encontrar un lugar permanente en el mundo en tanto colectividad; permanente aunque incompleto, hasta tanto Rusia no encuentre su lugar.
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Creo que el siglo veinte ha sido el más gloriosamente negro en la historia de la humanidad, donde las minorías antes invisibilizadas por la historiografía tradicional, demostraron su verdadero rol protagónico en lo político social, económico y claro, en el arte; fue un siglo de revancha pese a la autoproclamación norteamericana como único eje del mismo. Fue una centuria donde se deramaron tantas ideas como sangre, lágrimas y semen en cantidades sin precedentes.
Los beneficios de un amplio panarama del siglo XX, es nada más y nada menos lo que le debemos a este gran historiador. ¿Larga vida ERIC HOBSBAWM!
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