Chinua Achebe: pasado y futuro de Nigeria

Chinua Achebe (1930) es, sin lugar a dudas, uno de los escritores africanos más importantes. Autor, además, de una joya llamaba Todo se desmorona (1958), en la que aborda los conflictos de toda índole que suposo la llegada del hombre blanco al la cuenca del Níger, en especial las misiones evangélicas. El volumen formaba parte de todo un fresco que, llegando hasta la descolonización, recorría esa historia de desarticulación africana: No longer at ease (1960); Arrow of God (1964);  A man of the People (1966) y muchos otros, ya sean poemas u obras sobre Nigeria.

Poco antes de la célebre guerra de Biafra apareció su cuarta novela, A Man of the People (1966), y más de dos décadas después la quinta, Anthills of the Savannah (1987).  Ahora acaba de publicar un nuevo libro, The Education of a British-Protected Child (Knopf, 2009), una obra de tintes autobiográficos semejante en algún sentido al recopilatorio Home and Exile (2001) y a The Trouble with Nigeria (2000).

Como suele ser habitual en estos casos, Achebe difunde esta nueva obra con un breve retazo aparecido en The Guardian/The Observer:

La nacionalidad nigeriana fue para mí y para mi generación un gusto adquirido – como el queso. O mejor aún, como el baile de salón. No el baile en sí, como algo natural, sino esa versión excitante de lento-rápido-lento-rápido-lento que permite el contacto físico cercano con una mujer mediante un ritmo extraño, elusivo. He encontrado, sin embargo, que una vez que había superado mi torpeza inicial podía hacerlo muy bien.

Quizás esta  irreverente analogía sólo se le ocurriría a alguien como yo, nacido en una situación colonial fuertemente multiétnica, multilingüe, multirreligiosa, un tanto caótica. El primer pasaporte que tuve me describía como un «British Person Protected», una identidad poco atractiva embutida en una frase por la que nadie estaría dispuesto a morir. No quiero decir que estuviera totalmente desprovisto de significado emotivo. Después de todo, «británica» significaba que uno se encontraba en algún lugar de la porción rojiza del mapa del mundo, una cuarta parte de todo el planeta en aquellos tiempos,  en eso que se llamaba «Imperio británico, donde el sol nunca se pone». Sonaba bien en mis oídos infantiles  -una fraternidad mágica, vaga, pero vicariamente gloriosa.

Mi primera toma de conciencia, en el pueblo de Ogidi, no incluía nada de lo británico, ni tampoco nigeriano. Eso vendría después,  en la escuela. Ogidi es uno de los miles  de  «pueblos» que componen la nación Igbo, uno de los grupos étnicos más extendidos en Nigeria y en África. Sin embargo, los igbo, que suman más de 10 millones, son una «nación»curiosa. Han sido calificados como «apátridas» o «acéfaloss» por parte de los antropólogos;  «peleones» los llamaban los enviados a administrarlos. Pero los Igbo no tienen ese cariz  negativo propuesto por tales descripciones, sino que son fuertes, positivos, partidarios de una organización política a pequeña escala para que (como ellos dicen) los ojos de todos los hombres lleguen a donde las cosas están sucediendo. Así que cada uno de los miles de pueblos era un mini-Estado con jurisdicción completa sobre todos sus asuntos. El sentido de unión cívica dentro de sus numerosos pueblos era más real para el pueblo igbo precolonial que cualquier sensación de pertenencia pan-Igbo. Esto hizo que fuera muy difícil gobernarles de forma centralizada, como los británicos descubrieron, aunque nunca lo apreciaron ni lo perdonaron. Su disgusto quedó demostrado durante la tragedia de Biafra, cuando se acusó a los Igbo de amenazar con romper un Estado-nación que habían levantado cuidadosa y laboriosamente.

La paradoja de Biafra fue que los propios Igbo habían defendido inicialmente la nación nigeriana con más brío que otros nigerianos. Una prueba de ello: durante las dos agitadas décadas anteriores a la independencia, los británicos los llevaron a la cárcel por sedición en mayor número que a ningún otro grupo. Así que los igbo no secundaron a nadie del frente nacionalista cuando Gran Bretaña finalmente concedió la independencia a Nigeria en 1960, una jugada que, en retrospectiva, parece un golpe maestro de retirada táctica para lograr una mayor ventaja estratégica.

Entonces nos sentíamos orgullosos de lo que habíamos alcanzado. Cierto, Ghana se nos había adelantado por tres años, pero Ghana era un asunto menor, fácil de administrar, en comparación con el enorme y torpe gigante llamado Nigeria. No tuvimos que vociferar tanto como en Ghana, sólo con nuestra presencia ya era suficiente. De hecho, el elefante era nuestro emblema nacional, nuestra línea aérea era un elefante volador! Las tropas nigerianas pronto se distinguieron a lo grande en las misiones de paz de las Naciones Unidas en el Congo. Nuestro elefante, desafiando a la aerodinámica, estaba volando.

Viajar como nigeriano fue emocionante. La gente nos escuchaba. Nuestro dinero valía más que el dólar. En 1961, cuando el conductor de un autobús en la colonia británica de Rhodesia del Norte me preguntó qué estaba haciendo sentado en la parte delantera del autobús, le dije con indiferencia que me iba a las Cataratas Victoria. Con asombro, se agachó un poco y me preguntó de dónde venía. Le respondí, aún con más naturalidad: «De Nigeria, si desea saberlo, y, por cierto, en Nigeria nos sentamos en la parte del autobús que queremos».

Al volver a casa, ocupé una posición importante, director de la radiodifusión exterior, un servicio de radio completamente nuevo dirigido principalmente a nuestros vecinos africanos. En aquel entonces lo podía hacer, porque nuestros políticos aún no había aprendido los usos del control de la información y nuestras emisiones no tenáin por objeto inmediato apoyar al régimen. Sin embargo, estaban aprendiendo rápido. Pero antes de que me pudiera enredar en el asunto, algo mucho peor se había apoderado de todos nosotros.

Con sólo seis años de vida,  la federación nigeriana se había ido cayendo a pedazos gracias a las fuertes tensiones derivadas de la la animosidad regional y la ineficacia de la autoridad central. La transparencia del proceso electoral fue incapaz de traducir la voluntad del electorado en resultados reconocibles en las urnas, lo cual llevó a la frustración y la a violencia. Mientras que el oeste de Nigeria, una de las cuatro regiones, estallaba literalmente en llamas, el tranquilo y digno ministro nigeriano ejercía como anfitrión de una conferencia de la Commonwealth para sacar a Harold Wilson del caos en que él mismo se había metido en la lejana Rhodesia. Pero  la situación local era tan tensa que los jefes de gobierno de visita tuvieron que ser trasladados en helicóptero desde el aeropuerto de Lagos a un barrio aislado para evitar a la  multitud desbocada.

El primer golpe de Estado militar en Nigeria tuvo lugar mientras los dignatarios estaban saliendo nuevamente de Lagos  al final de la conferencia. Uno de ellos, el Arzobispo Makarios de Chipre, de hecho todavía estaba en el país.

El primer ministro y dos primeros ministros regionales fueron asesinados por los golpistas. En la amarga y desconfiada atmósfera de entonces,  un golpe de Estado  ingenuamente idealista resultó ser un desastre terrible. Fue plausiblemente interpretado como un complot de los ambiciosos Igbo orientales para tomar el control de Nigeria. Seis meses más tarde, militares del Norte llevaron a cabo un golpe en venganza,  en el que mataron a civiles y militares Igbo en gran número. Si todo se hubiera terminado ahí, el asunto podría haber sido visto como un interludio trágico en la construcción de la nación, un horrendo ojo por ojo. Pero los norteños se volvieron contra los civiles Igbo que vivían en el norte y desencadenaron diversas oleadas de brutales matanzas,  algo que Colin Legum, del Observer,  fue el primero en describir como un pogromo. Se calcula que unos 30.000 civiles, hombres, mujeres y niños, murieron en estas masacres. Cientos de miles de Igbo flueron desde todas partes de Nigeria hacia su tierra natal en el este.

Yo fui uno de los últimos en huir de Lagos. Simplemente, no me convine con la suficiente rapidez en aceptar que ya no podía vivir en la capital de mi país, a pesar de que los hechos lo decían claramente. Un domingo por la mañana me llamaron de la Broadcasting House, informándome que soldados armados, que parecían embriagados, habían venido a verme para comprobar qué era más fuerte, si mi pluma o su pistola.

El delito de mi pluma era haber escrito una novela titulada A Man of the People, una amarga sátira sobre la corrupción política en un país africano que se parecía a Nigeria. Yo quería que la novela fuera una suerte de denuncia del tipo de independencia que las personas estaban experimentando en la Nigeria poscolonial y en muchos otros países en la década de 1960, y mi intención era alarmar a mis compatriotas con una advertencia aterradora para que llevaran un buen comportamiento. El peor monstruo que podía imaginar era un golpe de Estado militar, que en aquel momento todos los nigerianos sansatos sabían que era algo más bien  lejano. Pero la vida y el arte se habían enredado entonces de tal modo que la publicación de la novela y el golpe militar de Nigeria ocurrieron con sólo dos días de diferencia.

Los críticos del extranjero me llamaron profeta, pero algunos de mis compatriotas opinaron de modo distinto: mi novela era una prueba de mi complicidad en el primer golpe de Estado.

Tuve mucha suerte aquella mañana de domingo. Los soldados borrachos, tras salir de la  Broadcasting House, fueron a una anterior residencia que acaba de desocupar. Mientras tanto, pude ocultar a mi esposa y a mis dos hijos pequeños, desde donde finalmente les envié a mi hogar ancestral en Nigeria oriental. Una o dos semanas más tarde, comunicantes anónimos preguntaban por mí telefoneando a mi escondite. Mi anfitrión negaba mi presencia. Era el momento de dejar Lagos.

Mi sentimiento era de profunda decepción. No porque las multitudes estuvieran cazando y matando a civiles inocentes de la manera más salvaje  en muchas partes del norte de Nigeria, sino porque el gobierno federal se sentó y dejó que sucediera. La consecuencia final de este fracaso del Estado para cumplir con su obligación primordial, la de cuidar de sus ciudadanos, fue la secesión del este de Nigeria, como República de Biafra. En ese momento, la desaparición de Nigeria sólo se evitó  por el apoyo diplomático y militar de Gran Bretaña, que defendía el espíritu de su modelo colonial. Fueron Gran Bretaña y la Unión Soviética las que, juntas, aplastaron al advenedizo Estado de Biafra. Al final de una guerra de 30 meses, Biafra era un gran escombro humeante. El coste en vidas humanas ascendió a la asombrosa cifra de dos millones de almas, siendo una de las guerras civiles más sangrientas de la historia humana.

Me resultaba difícil perdonar a Nigeria y a mis compatriotas por la indiferencia política y la crueldad que habían desatado sobre nosotros con esos terribles acontecimientos. Hicieron que  toda una generación retrocediera y nos privaron de la oportunidad, claramente a nuestro alcance, de convertirnos a lo largo del siglo XX en una nación medianamente  desarrollada.

Mi respuesta inmediata fue salir de Nigeria al final de la guerra, habiendome mantenido honrosamente, así lo esperaba, el tiempo suficiente para recibir cualquier castigo que se me impusiera por renunciar a Nigeria durante 30 meses. Afortunadamente el gobierno federal decretó una amnistía general, y el único castigo que recibí fue la indemnización económica y emocional general que los perdedores de una guerra pagan, así como algún acoso personal relativamente menor. Me fui al extranjero,  a Nueva Inglaterra, a la Universidad de Massachusetts en Amherst, donde permanecí cuatro años y luego otro año en la Universidad de Connecticut. Fue con mucho mi más prolongado exilio de Nigeria y me dio tiempo para reflexionar y para cicatrizar las heridas. Sin hacerlo deliberadamente,  fui redefiniendo mi relación con Nigeria. Me di cuenta de que no la podía rechazar, pero tampoco podía ser una relación normal. ¿Qué era Nigeria para mí?

Nuestro himno nacional de 1960, ofrecido como regalo de despedida por la madre británica en Inglaterra, había llamado a Nigeria «nuestra patria soberana». El himno actual, elaborado por un comité de intelectuales de Nigeria y, en realidad, peor que el primero, invoca la imagen del padre. Pero he pensado que Nigeria no es ni mi madre ni mi padre. Nigeria es un niño. Dotado de enorme talento, prodigiosamente dotado y muy rebelde.

Ser nigeriano es profundamente frustrante e increíblemente emocionante. He dicho en alguna parte que en mi próxima reencarnación quiero ser de nuevo un nigeriano; sin embargo, en un libro titulado The Trouble with Nigeria,  también he rechazado los anuncios de viajes de Nigeria en la creencia de que sólo un turista con una adicción perversa a la autoflagelación escogería Nigeria para pasar unas vacaciones. Y para mi son las dos cosas.

Nigeria necesita ayuda. Los nigerianos tienen que trabajar duro  -engatusar a este niño revoltoso hacia el camino del desarrollo creativo conveniente. Somos los padres de Nigeria, y no viceversa. Vendrá una nueva generación, si hacemos bien nuestro trabajo y con paciencia  -y tenemos  suerte-,  una generación que llamará a Nigeria padre o  madre. Pero todavía no.

Mientras tanto, nuestro trabajo actual no carece del todo de bendiciones y  recompensas. Este niño caprichoso puede mostrar una y otra vez indicios de gran afecto. He visto este flujo hacia mí en determinados momentos críticos.

Cuando estaba en Estados Unidos tras la guerra de Biafra, un oficial del ejército que estaba sentado en el consejo de mi universidad en Nigeria, como representante del gobierno militar federal,  presionó a la universidad para que me llamara de vuelta a casa. Este funcionario había combatido contra mis compañeros biafranos durante la guerra y había sido herido de gravedad. Tenía todo el derecho a estar amargado con las personas como yo. No le conocía, pero sabía de mi trabajo y él mismo era poeta.

Más recientemente, después de un accidente de automóvil en 2001, que me dejó con lesiones graves, fui  testigo de una muestra de afecto de los nigerianos en todos los sentidos. Todavía estoy estupefacto. Las duras palabras que nos hemos dedicado Nigeria y yo empiezan a parecerme palabras de amor ansioso, no de odio. Nigeria es un país donde nadie puede despertarse por la mañana y preguntar: ¿qué puedo hacer ahora? Hay trabajo para todos.

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