Simon Schama y la crisis bancaria: lecciones de historia

Simon Schama escribe en el Financial Times sobre la fobia bancaria americana: «America’s phobia of banks». El texto apareció el pasado 15 de mayo y hace un breve apunte sobre la historia de aquel país a propósito de la relación entre el gobierno, los bancos y la Reserva Federal.

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Schama se centra en la figura de Andrew Jackson, enemigo encarnizado del papel moneda y de los bancos centrales. Jackson, que estuvo en la Casa Blanca entre 1829 y 1837, fue un nuevo tipo de político en la vida americana. Que nadie le confunda con los caballeros de las plantaciones de Virginian que habían dominado la primera época de la república. Había combatido a los  indios, fue un azote de los británicos y adoraba a la gente de frontera. Pero lo que realmente le irritaba era el Banco de los Estados Unidos, la institución que concedía el monopolio de imprimir papel moneda. El «monstruo», declaró  en la batalla que mantuvo con su presidente, Nicholas Biddle, «me quiere matar a mí, pero yo acabaré con él».

Y Jackson destruyó el Banco de los Estados Unidos, vetando la renovación de su estatuto en el Senado en 1832 y presentándose a la reelección como el campeón del Pueblo contra el Monstruo. El resultado de la liquidación de la regulación monetaria era predecible: la especulación salvaje. En marzo de 1837,  dos meses después de que Jackson dejara el cargo, empezaba el segundo de los grandes colapsos financieros (el primero fue en 1819). De inmediato vino otro, en 1839, bajo la administración de su sucesor, Martin Van Buren. En vísperas de la guerra civil, el deseo jackosoniano de descentralización monetaria  había ido más allá de sus sueños.  Había siete mil monedas locales circulando  en la república y una epidemia de falsificaciones. De ahi surgió la Banking Act de Lincoln en 1862, nacida de una desesperada necesidad de crédito fiable  para combatir la guerra,  de un mínimo orden monetario que salvara de la  anarquía que Biddle había profetizado con precisión.

Como nos recuerda la generosa biografía de John Meacham (American Lion, 2008), Jackson fue una figura excepcional de la política por muchas razones: por su repelente entusiasmo por la depuración étnica de los nativos americanos, por su rechazo a las opiniones inconvenientes de la Corte Suprema de Justicia y por su certeza de que era la encarnación de la democracia popular en acción heroica. Esta armadura chapada de egocentrismo le permitió despachar una moción de censura en el Congreso como si se tratara de una afrenta al pueblo norteamericano (causada por su intento de desangrar al Banco desviando los depósitos del Tesoro a los bancos estatales locales). El hecho de que los entusiastas de un banco central – desde Alexander Hamilton, que había creado el primero en 1791 –  fueran admiradores del Banco de Inglaterra no hacía sino reforzar la convicción del veterano general de que esas instituciones eran algo detestable y no americano. Queja por dirimir si tal bancofobia favoreció  su reelección en 1832. Ahora bien, no cabe duda de que, con su desconfianza del papel moneda y su casi paranoica sospecha del monopolio de emisión del Banco, Jackson explotó la vena de la inseguridad americana  sobre el carácter moral de dinero.

En los siglos XIX y XX, los europeos y otros extranjeros estaban  tan acostumbrados a caracterizar a los estadounidenses como esclavos de un Dólar Todopoderoso que a veces descuidaban advertir esa esquizofrenia nacional que versaba sobre el tema de la riqueza pecuniaria. Generación tras generación, predicadores, periodistas y políticos de frontera protestaban fervientemente contra el veneno de la codicia y las ciudadelas de la costa este donde gobernaba el Gran Dinero. Desde  1790, en tiempos de Thomas Jefferson, los cantores de la vida agraria  (siempre y cuando los esclavos hicieran el trabajo más pesado) intentaron convencer al presidente George Washington de que el plan de Alexander Hamilton  para establecer un banco central era una amenaza para las libertades de América. Desde entonces, pues, la sospecha acerca de los bancos, especialmente los bancos centrales, rara vez ha dejado de canturrear.

Afortunadamente para los directores del  Bank of America y el Citibank, Barack Obama tiene pocas de las alergias de Jackson  a lo que éste (el «Old Hickory», que era su mote) llamaba la «aristocracia del dimero». Pero, por lo que yo sé, Obama no se ha sido afectado por las transacciones de papel como lo estuvo Jackson.

En la década de 1790,  la senda del éxito para cualquier ambicioso joven de la frontera pasaba por la especulación del suelo, el derecho o el ejército, y Jackson había recorrido las tres. En 1795 pasó tres semanas en Filadelfia tratando de vender una propiedad de algunos miles de acres en la frontera. Finalmente, encontró un comprador que se la abonó con un pagaré. Escaso de suministros, Jackson adquirió carros endosándolo. Poco después, los proveedores de esos bienes le anunciaron la quiebra del comprador de aquellas tierras, de modo que se convertía en responsable del pagaré. La deuda arruinó las perspectivas económicas de Jackson  durante mucho tiempo y le infundió una duradera desconfianza hacia esos instrumentos de cambio.

Al igual que Jefferson, que en casi todos los demás aspectos tenía una mente más sofisticada, Jackson llegó a creer que el papel moneda era como mucho una criatura del capricho de los  financieros  y,  en el peor de los casos, la  herramienta de una conspiración para esclavizar a través de la deuda. Las monedas de plata habían circulado por el país antes y después de la independencia, y Jackson, tan populista como pregonaba su campaña, prefería para las transacciones  algo que se pudiera morder.

2O DOLARES

Así que el presidente engañó deliberadamente al país sobre los males del monopolio del Banco de los Estados Unidos, alegando que no sólo era  una interposición inconstitucional entre el gobierno electo y el pueblo, sino que había fracasado en su responsabilidad de establecer una moneda en metálico en toda la república. De hecho, en las condiciones inestables de la América de la década de 1830, el papel del Banco de los Estados Unidos fue con mucho el medio más fiable de transacciones,  de Maine a Luisiana. Sin embargo, Jackson estaba convencido de que, a menos que el Banco pereciera, la democracia siempre estaría infectada por sus maquinaciones. Lo que  estaba en juego era la batalla por el alma económica americana entre los valores  rurales y urbanos. De alguna manera,  esto fue casi tan importante como la lucha entre el sur esclavista y norte abolicionista, formando el corazón de lo que se suponía que América iba a ser: un lugar donde la simplicidad y la transparencia funcionaban en pequeñas comunidades morales, o una máquina autopropulsada  de poder y crecimiento económico ilimitados: ¿Campo de Sueños o Ciudadano Kane?

Jefferson, del que Jackson decía ser su apóstol, encontró el tono para descubrir en  la salubridad del campo la forma  más pura de virtud social. «Aquellos que trabajan la tierra son los elegidos de Dios», declaró en una de sus sorprendentes excursiones a la piedad. Las ciudades, por otra parte, eran pantanos  «pestilentes» de lujo seductor.

Sin embargo, Jackson fue más allá. No era tan ingenuo como para imaginar que el endeudamiento causado por dos guerras contra los británicos fuera a desaparecer por sí mismo, y entendía el carácter indispensable de un banco central en la gestión de las garantías sin las cuales el gobierno de los EE.UU. no habría podido llevar a cabo los asuntos públicos. (Un cuarto de la deuda estaba en manos de extranjeros.) Pero también creía que el Tesoro, bajo el control de cargos electos, era la institución más democrática para tratar de estas obligaciones. Por tanto, Jackson hizo de la liquidación del Banco de los Estados Unidos una piedra angular de su presidencia.

Junto con la destrucción del Banco, Jackson esperaba librar a la república de lo que insistía que era la gran estafa del papel moneda. En su discurso de despedida, el presidente saliente trató con elocuencia la necesidad de preservar la Unión contra la sectorialización norte-sur que amenazaba con deshacerla. Pero el tema al que más apasionadamente se dedicó fue «el sistema de papel moneda». «Los acontecimientos recientes», dijo al pueblo estadounidense (refiriéndose a su enfrentamiento con Biddle), «han demostrado que el sistema de papel moneda puede ser utilizado como un motor para socavar vuestras instituciones libres … aquellos que desean … regirse por la corrupción o por la fuerza son conscientes de su poder y están dispuestos a emplearlo».

El papel alienta la especulación, la especulación esclaviza a los ciudadanos a la banca monopolista y los que se lastiman son «los huesos y los tendones» del país , «hombres que aman la libertad y cuyo único deseo es la igualdad de derechos y leyes», «las clases trabajadoras,  agrícolas y mecánicas de la sociedad «. La influencia ejercida por un banco central, que podría hacer que «el dinero fuera abundante o escaso a su voluntad», era un «dominio despótico» que hacía que las libertades americanas no valieran ni el papel en el que se imprimían. El Banco de los Estados Unidos estaba muerto, pero ¡Ay de los EE.UU. si crecía de nuevo un organismo como éste, porque a través del «interés dinerario» podría tiranizar a la mayoría honesta!

Ese sucesor – la Reserva Federal, a cuya buena fe y crédito Jackson presta ahora su rostro-  estuvo  en camino durante mucho tiempo, pero no se estableció hasta 1913. Las competencias que Jackson pensaba que subvertían las libertades de los hombres «honestos»  se consideran ahora indispensables para la supervivencia económica. La diferencia es que mientras la Reserva Federal es una institución pública, el Banco de los Estados Unidos no lo era. Sin embargo, Jackson todavía deploraría su independencia respecto del Tesoro. Para Jackson, la contabilidad política y financiera eran la misma cosa en una verdadera democracia. Pero la creación de la Reserva Federal en vísperas de la Primera Guerra mundial debe bastante  a la supervivencia de la retórica jacksoniana contra el «interés dinerario».

Eso no es todo.  Schama todavía sigue con su argumento, hasta llegar a Obama, al que califica de presidente «trans-racial, trans-sectional, trans-ideological».

2 Respuestas a “Simon Schama y la crisis bancaria: lecciones de historia

  1. Preciosa historia digna de ser seriamente considerada. Gracias por ponerla al alcance. (De paso: ídem respecto del post inmedaitamente anterior… aunque también en general).
    Un saludo.

  2. Muchas gracias. Desconocía por completo toda esta historia y me ha parecido apasionante.

    Gracias por este blog, que visito asiduamente.

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