Eric J. Hobsbawm: In Memoriam (Tony Judt)

En homenaje a Eric Hobsbawm, recuperamos el que quizá fue el último de sus textos, escrito a su vez en memoria del malogrado Tony Judt, fallecido en agosto de 2010.  Ese recordatorio apareció casi dos años después, en la primavera de 2012, en las páginas de la LRB.  Existe una versión española previa, obra de Alberto Loza Nehmad, la cual he utilizado en buena medida, añadiendo algunas correcciones.  El resultado es como sigue:

Mis relaciones con Tony Judt se remontan a mucho tiempo atrás, pero fueron curiosamente contradictorias. Éramos amigos, aunque no íntimos, y aunque ambos fuimos historiadores políticamente comprometidos y ambos preferimos vestir la ropa informal de los historiadores en lugar del uniforme del regimiento, marchamos a diferentes ritmos. No obstante, nuestros intereses intelectuales tenían algo en común. Ambos sabíamos que el siglo XX solo podía ser completamente entendido por aquellos que se convirtieron en historiadores precisamente porque lo vivieron  y porque compartieron la pasión básica: a saber, la creencia de que la política era la clave de nuestras verdades y nuestros mitos. A pesar de nuestras diferencias, tanto el Marxism and the French Left de Tony como mi más reciente Cómo cambiar el mundo están dedicados a la memoria del mismo pensador independiente, el fallecido George Lichtheim. Nos llevábamos bien en términos personales -claro que Tony le caía bien a todo el mundo y era generoso. Tenía buena opinión de mi trabajo y lo dijo en su último libro. A su vez,  lanzó uno de los más implacables ataques contra mí en un pasaje que ha sido ampliamente citado, especialmente por los ultras de la prensa estadounidense de derechas. La cosa llegó a esto: confiesa públicamente que tu dios ha fracasado, entona el mea culpa y te podrás ganar el derecho a que te tomen en serio. Nadie que no piense que socialismo es igual a Gulag debería ser escuchado. Sin duda fue una sentida y sincera figura retórica en una polémica antirroja. Felizmente, la práctica difería de la teoría.

Para la mayoría de nosotros la imagen de Tony está dominada por la ilimitada admiración que sentimos por el modo en que afrontó su muerte. Hubo una grandeza romana en su rechazo a aceptar lo inevitable, que evoca los elogios clásicos. No era solo la decisión de continuar moviendo las piezas hasta el mate finl, sino de la decisión de apresurar la muerte demostrando sus plenas habilidades como gran maestro, condenado pero nunca derrotado. Es una imagen conmovedora, pero debemos abandonarla: alentar la mitopoeia no es cosa de historiadores. Tony ha sido presentado como otro George Orwell. Eso es erróneo, pues si bien ambos estaban enormemente dotados y eran profundamente polémicos, fueron muy diferentes. Tony carecía de la combinación de prejuicios de Orwell, de su imaginativa denuncia y de su capacidad profética sobre el pasado y el futuro al estilo del Viejo Testamento – jamás podría haber escrito 1984 o Rebelión en la granja. Y Orwell, un escritor mucho más poderoso, no tenía los conocimientos de Tony, ni su agudeza, rapidez intelectual y maniobrabilidad: de ninguna manera se podría haber desdoblado como académico.

Pero la comparación con Orwell es además peligrosa, porque esencialmente no trata sobre dos escritores, sino sobre una era política que ya debería haber terminado para siempre, la Guerra Fría. La reputación de Orwell fue construida como un misil intelectual antisoviético, e incluo ahora, cuando el resto de Orwell ha emergido o reemergido, aún se mantiene congelado en los años cincuenta. Tony fue, por supuesto, tan antiestalinista como todos, y amargamente crítico con aquellos que no abjuraron del partido comunista aún cuando quedara demostrado que no eran estalinistas y estuvieran, como yo, alejándose lentamente de la original esperanza mundial que supuso octubre de 1917. Como aquellos que se opusieron a que se tocara la música de Wagner en Israel, él podía dejar que el disgusto político se atravesara en el camino del disfrute estético, desechando el poema de Brecht sobre los cuadros de la Comintern, “An die Nachborenen”, “admirado por tantos”, “odioso” no en términos literarios, sino porque inspiraba a creyentes en una causa maligna. Pero es evidente desde Pensar el siglo XX que su preocupación básica durante la fase aguda de la Guerra Fría no era la amenaza rusa al “mundo libre”, sino las discusiones en el seno de la izquierda. Marx —no Stalin y el Gulag— era su objeto. Es cierto que después de 1968 se convirtió mucho más en un militante y opositor liberal en la Europa Oriental, un admirador de los variados turistas académicos, habitualmente de derechas, que suministraron gran parte de nuestros comentarios sobre el fin de los regímenes comunistas de la Europa oriental.  Esto también le condujo, a él y a otros que deberían haber estado mejor informados, a crear el cuento de hadas de las revoluciones de Terciopelo y multicolores de 1989 y después. No hubo tales revoluciones, solo diferentes reacciones ante la decisión soviética de retirarse. Los verdaderos héroes del período fueron Gorvachev, que destruyó la URSS, y hombres de dentro del viejo sistema, como Suárez en la España de Franco y Jaruzelski en Polonia, que efectivamente aseguraron una transición pacífica y fueron execrados por ambos lados. De hecho, el liberalismo esencialmente socialdemócrata de Tony en los años ochenta estuvo brevemente infectado por el libertarianismo económico hayekiano de François Furet. No creo que este fulgor tardío de la Guerra Fría fuera central en el desarrollo de Tony, pero ayudó a que su impresionante libro Posguerra tuviera más cuerpo y profundidad.

Su evolución a lo largo de la segunda mitad del siglo fue sui generis. Hasta que se estableció en Nueva York en los ochenta y comenzó a escribir para la New York Review of Books, no era un historiador particularmente destacado, ni siquiera entre los especialistas anglófonos en historia francesa, quizá porque había sido tentado a adentrarse demasiado en las procelosas aguas de los interminables debates sobre la naturaleza de la izquierda francesa. Antes de los ochenta, uno podría habérselo encontrado en los márgenes de la historia social, con un estudio de primer nivel sobre el socialismo en la Provenza entre 1871 y 1914. Su fase francesa combinaba una impresionante erudición con, en mi opinión, resultados históricamente triviales: poco a poco eso se convirtió en un torneo académico en el marginal e inefectivo mundo de la margen izquierda. Lo que sucedió en Les Deux Magots y en Le Flore, aunque culturalmente prestigioso, fue políticamente insignificante comparado con lo que ocurrió al otro lado del boulevard St. Germain, en la Brasserie Lipp, donde se reunían los políticos. La política de Sartre consistía en “tomar posiciones”, porque nada más le estaba disponible, y De Gaulle lo sabía. En todo caso, la izquierda rara vez estuvo en el poder, y probablemente los únicos intelectuales que se convirtieron en primeros ministros fueron Léon Blum en 1936 y -al menos hizo una buena imitación- Mitterrand. Mediante acrobacias mentales, lo absurdo de las cuales Tony no tenía problemas en demostrar, los intelectuales de izquierdas intentaron aceptar una situación nacional única y conjugarla con su aislamiento político, en el país que inventó el término “ouvrierisme”, es decir, la desconfianza de los trabajadores hacia los intelectuales.

Cuatro con las cosas que dieron forma a la historia francesa en los siglos XIX y XX: la República nacida de la incompleta Gran Revolución; el Estado napoleónico centralizado; el crucial rol político asignado a una clase trabajadora demasiado pequeña y desorganizada como para poder desempeñarlo; y el largo declive de Francia desde su posición anterior a 1789, como el Reino del Centro de Europa, tan confiada de su superioridad cultural y lingüística como China. Fue “la capital del siglo XIX”, especialmente para los extranjeros, pero tras Waterloo fue cuesta abajo, lenta aunque discontinuamente, en términos de poderío militar, poder internacional y centralidad cultural. Privada de un Lenin y carente de Napoleón, Francia se refugió en el último, y esperemos, indestructible reducto, el mundo de Astérix. La moda de posguerra entre los pensadores parisinos rara vez escondía su colectivo repliegue en la introversión en el Hegágono y en la última fortaleza de la intelectualidad francesa, la teoría cartesiana y los juegos de palabras. Había entonces otros modelos en educación superior y en ciencias, en el desarrollo económico, incluso —como insinúa la última penetración de las ideas de Marx-  en la ideología de la Revolución. El problema para los intelectuales de izquierdas era ahora cómo vérselas con una Francia esencialmente no revolucionaria. El problema para los de derechas, muchos de los cuales habían sido comunistas, era ahora enterrar el evento fundador y la tradición formativa de la República, la Revolución Francesa, una tarea equivalente a la de borrar la Constitución de la historia de los Estados Unidos. No podía hacerse, ni siquiera contando con operarios tan inteligentes y poderosos como Furet, así como tampoco Tony, si hubiera vivido, habría podido restaurar la socialdemocracia que tenía como ideal.

Hasta entonces, Tony se había hecho un nombre como académico agresivo. Su posición básica era de tipo forense: no la del juez sino la del abogado de la acusación, cuyo objetivo no es la verdad ni la veracidad, sino ganar el caso. Preguntarse por las posibles debilidades de la propia posición no es crucial, aunque esto es lo que debe hacer el historiador de los grandes espacios, de los largos periodos y complejos procesos. Pero sus décadas formativas como acusador intelectual no evitaron que Tony se transformara en un historiador maduro, considerado e informado. Su principal obra como tal fue indudablemente el voluminoso Posguerra: una historia de Europa desde 1945. Era y es un libro ambicioso, aunque en ocasiones desequilibrado. No estoy seguro de que su perspectiva les parezca adecuada a quienes lo lean ahora por primera vez, siete años después de su publicación original. Sin embargo, puedo asegurar desde mi experiencia personal que los libros extensos de síntesis histórica, basados en lecturas secundarias y en la observación de la historia contemporánea, solo se pueden escribir cuando se alcanza la madurez. Muy pocos historiadores tienen la capacidad de abordar un tema tan vasto o de llevarlo a buen puerto. Posguerra es un logro impresionante. Aunque solo sea porque todo libro que lleva su análisis hasta el presente incorpora su propia obsolescencia, su futuro es incierto. Pero podría tener un período de vida más largo como obra narrativa crítica de referencia, porque está escrito con brío, agudeza y estilo. Posguerra le situó por primera vez como figura destacada dentro de la profesión.

No obstante, estaba dejando de desempeñarse como tal. Su posición en el siglo XXI no era tanto la del historiador como la del “intelectual público”, un brillante enemigo del autoengaño barnizado con jerga teórica, con el  carácter explosivo del polemista natural, un comentarista crítico de los acontecimientos mundiales, independiente y audaz. Parecía de lo más original y radical por haber sido un defensor bastante ortodoxo del “mundo libre” contra el “totalitarismo” durante la Guerra Fría, especialmente en los ochenta. Enfrentado a gobiernos e ideólogos que veían en la caída del comunismo la victoria y la dominación mundial, fue lo bastante honesto consigo mismo como para reconocer que las viejas verdades y eslóganes debían ser desechados después de 1989. Probablemente solo en los siempre nerviosos Estados Unidos se podía constuir tal reputación y de forma tan rápida a partir de unos pocos artículos publicados en revistas de modesta circulación y dirigidos exclusivamente a intelectuales académicos. Las páginas de la prensa de mayor difusión habían estado bien abiertas para Raymond Aron en Francia (claramente una de las inspiraciones de Tony)  o para un Habermas en Alemania, y durante mucho tiempo su impacto se había dado por descontado. Él era muy consciente de los riesgos, profesionales y personales, que corría al atacar las fuerzas combinadas de la conquista global de los Estados Unidos, los neoconservadores e Israel, pero tenía mucho de lo que Bismarck llamaba “valentía cívica” (Zivilcourage): una cualidad notablemente ausente en Isaiah Berlin, como el mismo Tony advirtió, quizá no sin malicia. A diferencia de los escolásticos exmarxistas y los intellocrates de la margen izquierda que, como dijo Auden de los poetas, hacían “que nada sucediera”, Tony entendió que una lucha contra estas nuevas fuerzas podría marcar una diferencia. Se lanzó a sí mismo contra ellos, con evidentes entusiasmo y placer.

Este fue el personaje en el que se convirtió una vez terminada la Guerra Fría, ampliando su técnica judicial para despellejar a tipos como Bush y Netanyahu, en lugar de dedicarse a alguna rareza política del quinto distrito parisino o a un distinguido profesor de New Jersey. Fue una actuación magnífica, magistral; sus lectores le saludaron no solo por lo que decía, sino por lo que muchos de ellos no habían tenido el coraje de decir. Fue de lo más efectivo, porque Tony era a la vez un forastero y un parroquiano (outsider e insider): inglés, judío, francés, finalmente estadounidense, pero plurinacional más que cosmopolita. Con todo, era consciente de los límites de lo que hacía. Él mismo señalaba que la gente que tiene éxito en decirle la verdad al poder no son los columnistas, sino los reporteros y los fotógrafos, a través  de los omnipresentes medios.

A principios del siglo XXI, Tony tenía presencia internacional, al menos en el mundo anglohablante. ¿Habría durado más de los canónicos quince minutos de Warhol? Afortunadamente, gracias a los años de su enfermedad terminal, la pregunta puede ser respondida. Su trabajo sobrevivirá porque, por primera vez, ya no se vio a sí mismo como un abogado acusador en un juzgado, sino que trató de formular lo que realmente sabía, sentía y pensaba. Pensar el siglo XX no es un gran libro, ni siquiera el torso de un gran libro —¿cómo podría haberlo sido, dada la manera en la que lo escribió?— pero es una lectura esencial para todos los que quieran saber lo que los historiadores contemporáneos tienen que decirnos. También es un modelo de discurso civilizado en la aldea global académica. Muestra que los historiadores pueden cuestionar sus propios supuestos, examinar sus propias certezas y ver las maneras en las que sus propias vidas están formadas y reformadas por su siglo. Y, no menos importante, es un valioso homenaje a una persona excepcional y a la vida que planeó vivir.

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