David Wootton, profesor de historia en la Universidad de York y autor de la reciente obra Galileo: Watcher of the skies (Yale UP, 2010), nos ofrece una espléndida nota en el TLS. Uno puedo o no estar de acuerdo con sus argumentos, de hecho me sumaría a ellos solo parcialmente, pero conviene leerlos. Dada su extensión, como suele ser habitual presentaré unos extractos. El motivo de la reseña son dos libros. Por un lado, el de Robert S. Westman, The Copernican Question. Prognostication, Skepticism, and Celestial Order (California UP, 2011); por otro, y más importante, la reedición del ya clásico volumen de Steven Shapin y Simon Schaffer Leviathan and the Air-Pump: Hobbes, Boyle, and the Experimental Life (Princeton UP, 2011).
Veamos:
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En 1957, Thomas Kuhn publicó su primer libro, La revolución copernicana (Ariel). De principio a fin, desde la investigación a la escritura, el libro le había costado ocho años. Cinco años después llegó La estructura de las revoluciones científicas (FCE). En 1971, cuando Westman completó su doctorado sobre la adopción de las ideas copernicanas por parte de Kepler, estaba claro que el primer libro de Kuhn iba a ser desplazado por otro más fundamentado y más histórico. Y Westman se puso a trabajar (…). Y ahora, más de cuarenta años después de comenzar el trabajo (…) por fin tenemos esta gran (y muy bien editada e ilustrada) obra en nuestras manos.
Un libro trabajado durante tanto tiempo es una encarnación de la historia. Se inició – y estaba casi terminado – como el estudio de una revolución científica que se produjo a cámara lenta. Resulta que Kuhn estaba equivocado. Su teoría era que una revolución científica es siempre una respuesta a una crisis intelectual. Pero Copérnico ni respondido ni provocó una crisis en la astronomía ortodoxa. En los primeros cincuenta años tras la publicación de su libro sólo dos matemáticos competentes defendieron por escrito el copernicanismo como cosmología -el único discípulo de Copérnico, Rheticus, y el inglés Thomas Digges. Los expertos leyeron y comentaron sus copias de Copérnico, pero la hipótesis heliocéntrica era, en su opinión, la parte menos interesante del libro. Lo que les interesaba eran las nuevas herramientas que Copérnico proporcionaba para la astronomía geométrica. Incluso Kuhn reconoció que «el éxito de De revolutionibus no implica el éxito de su tesis central». Los astrónomos estaban encantados empleando y revisando las tablas de Copérnico para predecir las posiciones de los planetas en el cielo. Esto no les hizo copernicanos, sino que sólo demostró que estaban dispuestos a conocer bien los hechos. La verdadera crisis de la astronomía se produjo, como hemos visto, mucho más tarde, con la nova de 1572, el cometa de 1577 y los descubrimientos telescópicos de Galileo. Fueron nuevos hechos los que destruyeron el sistema de Ptolomeo, no la hipótesis peculiar de Copérnico.
Kuhn, por supuesto, habría encontrado estos argumentos difíciles de digerir. Según él, los hechos están siempre involucrados en teorías, nunca se liberan y afirman su independencia. (…)
Al tomar la astrología en serio, Westman estaba respondiendo a la fase pos-kuhniana en la sociología de la ciencia, iniciada por David Bloor y Harry Collins, que se negaban a dar por sentado que sabemos qué es la ciencia o dónde están sus límites (Collins, por ejemplo , trabajó sobre la parapsicología, estudiándola exactamente como si se tratara de una ciencia). La afirmación de que no hay un límite y que, por tanto, las «buenas» teorías tienen que ser estudiadas exactamente de la misma manera que las «malas», llegó a ser conocido como el Programa Fuerte (Strong Programme). Este enfoque recibió su clásica expresión clásica en el volumen de Steven Shapin y Simon Schaffer El Leviathan y la bomba de vacío (1985)). Shapin Schaffer se dedicaron a destruir la mística que rodeaba la ciencia con el argumento de que los experimentos de Boyle sobre la bomba de aire nunca habían «demostrado» la existencia de un vacío, cuya posibilidad real había sido negada no sólo por Aristóteles, sino también por Descartes. La bomba de Boyle siempre filtraba, por lo que nunca hubo un vacío dentro de la esfera de cristal. Fundamentalmente, los experimentos de Boyle no podrían ser reproducidos con éxito -cuando Huygens experimentó el «vacío en el vacío», introduciendo un termómetro en el vacío, el nivel del mercurio no bajó. Las pruebas aportadas por la ciencia experimental, argumentaron Shapin y Schaffer, eras maleables y problemáticas, y sólo eran convincentes para quienes estaban dispuestos a ceder ante la autoridad de determinados científicos. Boyle afirmó que se producen nuevos hechos, pero sus hechos fueron sumamente contesytados, como Hobbes advirtió -de ahí, el «Leviatán» de su título. En lugar de los estudios de cambios de paradigma de Kuhn, ellos ofrecen un repaso de la ciencia en la que las preguntas sobre conocimientos y prácticas de la investigación fueron (como Hobbes había dicho) siempre algo inseparable de las cuestiones de autoridad y las formas de ordenamiento social. En su propia formulación preferida: «Las soluciones al problema del conocimiento son soluciones al problema del orden social». El éxito de una nueva teoría dependía de la voluntad de la gente a la hora de adoptar el estilo de vida que incorporaba. La historia de la ciencia se convirtió en relativista y multicultural. Los científicos eran considerados como pertenecientes a «comunidades», cada comunidad con prácticas y valores distintivos. El cambio intelectual requería una historia social.
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Pero, ¿cómo debemos entender la revolución astronómica, si los grandes copernicanos tienen tan poco en común – si Galileo, por ejemplo, se quejó de que ni siquiera podía leer a Kepler, pues encontraba sus procesos mentales muy ajenos? En 1979, Elizabeth Eisenstein argumentó que fue la imprenta la que hizo posible el copernicanismo en particular y la revolución científica en general. Como argumento sobre De revolutionibus, esto es un error. Pero el cometa de 1577 provocó más de 180 publicaciones que discutíann su significado, y gran libro de Tycho sobre el tema no sólo proporcionó sus propias mediciones de paralaje del cometa, que lo colocó firmemente en el cielo, sino una revisión ampliada de las mediciones y los argumentos de otros. Así, la imprenta recogió a astrónomos y astrólogos dispersos, pertenecientes a diferentes culturas y con variados compromisos intelectuales, y los reunió en un mercado de ideas. (…)
La tesis de Eisenstein nunca ha sido popular entre los historiadores. Westman la evita, a pesar de que produce muchas pruebas en su apoyo. A los historiadores les gustan las microhistorias, no las macrohistorias. De manera apropiada, han insistido en que la cultura del manuscrito corrió junto a la cultura impresa -Tycho tenía una extensa red de corresponsales, y localizó copias concretas de De revolutionibus porque quería leer las anotaciones escritas en ellas por sus anteriores propietarios. Pero también tenía su propia imprenta, y después de su muerte Kepler previo que las obras inéditas de Tycho se imprimirían. De hecho, Kepler dio a la imprenta un lugar prominente en el frontispicio de las Tablas Rudolfinas, donde celebró los avances de la astronomía desde la antigüedad hasta la era moderna.
«Hecho (fact)», no «letra (print)», es la palabra clave en el El Leviathan y la bomba de vacío – la bomba de aire se presenta como un dispositivo para la producción de «hechos», y las publicaciones de Boyle se describen como una tecnología para hacer creíbles sus «hechos» (dejemos a un lado el pequeño inconveniente de que esta palabra crucial no aparece en los Nuevos Experimentos de Boyle de 1660). Las comillas posmodernas son apropiadss, ya que Shapin y Schaffer no comparten la creencia de Boyle en los hechos. (…)
Shapin y Schaffer comenzaron a trabajar después de Westman, pero terminaron mucho antes que él. Se conocieron en marzo de 1980, y el libro estuvo terminado en enero de 1985. Si su libro resume la historia de la ciencia desde Kuhn, el suyo fue el producto de un momento intelectual singular. El momento es simbolizado por su epígrafe tomado de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez: hay un homenaje implícito, en esta mezcla de hecho extraño y ficción desconocida, al Michel Foucault de Las palabras y las cosas, que comienza con una cita de Jorge Luis Borges. Uno podría llamar a su libro «realismo mágico», ya que se propone subvertir nuestra suposición de que la ciencia proporciona un conocimiento fiable y derrocar nuestra convicción de que sabemos cómo funciona el mundo. De hecho, en los círculos en los que se movían, el pensamiento mágico se había convertido en algo totalmente respetable: Harry Collins se sumergiótan profundamente en la parapsicología que llegó a creer, al menos por un tiempo, en la psicoquinesis retroactiva («mente sobre la materia yendo atrás en el tiempo» ). En un mundo así, los hechos no son sólo una palabra que usamos para nuestras creencias, nuestras creencias son hechos, al igual que los niños en Peter Pan dan vida a las hadas. Algunos de los encuestados por Collins (y y tal vez el propio Collins, al menos por un tiempo) pensaban que partículas subatómicas como los quarks habían llegado a existir (literalmente, no metafóricamente) por las creencias de los científicos. Cuando Shapin y Schaffer afirman que «somos nosotros mismos y no la realidad los responsables de lo que sabemos», parecen reconocer la existencia de la realidad, pero, al negar que tenga algún papel en la construcción del conocimiento, identifican la ciencia con la magia (que en realidad no está restringida por la realidad), por un lado, y con la moral (donde la categoría de «responsabilidad» en realidad se aplica), por el otro. Por supuesto, si la psicokinesis retroactiva efectivamente trabaja, realmente seríamos responsable de lo que sabemos.
El libro de Westman habría sido más claro y más nítido si hubiera sido escrito como respuesta a Kuhn, o bien como aval o refutación del Programa Fuerte. Pero uno sólo puede admirar que su larga lucha no se limite a las preguntas de ayer. Hubiera sido fácil para él escribir un buen libro -pero siempre quiso escribir uno aún mejor. Los compromisos metodológicos de Shapin y Schaffer, por desgracia, hacen que sea imposible para ellos hablar de progreso, por lo que no se puede pedir, en su nueva introducción, que quieran escribir un libro mejor. Lo que más sorprende es que no discuten las formas en las que ahora podrían escribir un libro diferente. Ellos no se comprometen con sus críticos, ni siquiera reconocen sus discípulos. En su lugar, esperamos el día en que El Leviathan y la bomba de vacío sea, al igual que la máquina de escribir en la que fue escrito, historia. Incluso se dan cuenta de que es hora de seguir adelante, pero no tienen idea de cómo hacerlo. Es como si fueran personajes de un cuento borgiano en el que un autor se esfuerza por escribir un libro que ha escrito. Allí donde Robert Westman reescribe con éxito sobre los copernicanos, Simon Schaffer y Steven Shapin están atrapados en una pesadilla de la cual no pueden escapar: ellos están condenados por toda la eternidad a ser, primero, Miguel de Cervantes y, luego, Pierre Menard.
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Para quien desee profundizar (y no lo tenga) en el texto de Simon Schaffer y Steven Shapin, un volumen importantísimo para la denominada historia intelectual o de las ideas, recomiendo leer la reseña que hace años publicó Alfonso Buch.
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